25 enero 2017

“Croacia, el país de las ranas”


Sin que tenga que explicar el por qué o qué hago allí, en el lugar donde paso gran parte de las mañanas hay, entre muchas chicas y chicos, una adolescente de ascendencia Croata pero con habla canariona. Su madre y su abuela huyeron en los noventa de la guerra de los Balcanes porque los serbios estaban masacrando a su etnia, arribaron a Barcelona, la madre conoció a un señor alemán con el que tuvo a esta chica y acabaron viviendo en Canarias. La adolescente es como todas las chicas de su edad a pesar de su ascendencia y su mezcla extraña pues su historia produce alegría porque la gente se siga mezclando, como en la prehistoria, en este siglo de fronteras: con las hormonas a flor de piel, emocionalmente explosiva, pesada y que busca en ciertos adultos de referencia explicaciones interesadas de lo que es la vida pero sobre todo una manera de reafirmarse. Llevaba toda la mañana siguiéndome para que le diera un euro, me pilló en la cafetería y la invité a unas pipas peladas para que se callara mientras yo desayunaba. No se si fue porque se comió uno de los paquetes de golpe pero, de repente, empezó a hablar seria. Me contó que su padre alemán se fue cuando ella era muy pequeña, que le prometió volver, que le escribió un par de correos pero que, de repente, éstos dejaron de llegar. Me dijo que no sabía si estaba vivo o muerto y, esto me partió el corazón, que a veces se sentía muy triste porque la había abandonado.


Llevaba un rato gastándole bromas pesadas para que se fuera y me dejara tranquilo porque quería estar el rato de mi desayuno solo. Sin embargo, acabé escuchándola y dejándola hablar. A veces los adolescentes necesitan de los mayores sólo una cosa: que los escuchen. Estaba media mala, de esas enfermedades psicosomáticas que les dan a los chicos y chicas para no hacer nada pero que se les quitan cuando creen que nadie los está viendo, y estaba esperando a su abuela. Al rato vimos a la señora. Un metro ochenta, más de setenta años, ojos brillantes y oscuros, unos dientes que ya no eran suyos, la cara arrugada tatuada de sufrimiento pero con una sonrisa muy agradable todo el rato. Chapurreaba el español. Mientras hablaba conmigo no dejaba de acariciar y besar a su nieta. Me dio un escalofrío, nunca había hablando con un testigo tan directo de una guerra que en su momento seguí por la prensa escrita, la radio y la televisión. Por supuesto, hablábamos de generalidades y de cómo era su nieta. La niña cambió por completo, ya no era una adolescente desatada sino una chica que se dejaba querer por su abuela. La primera vez que hablé con ella le hice un chiste rápido: cuando me dijo su nombre le pregunté que de dónde era y me dijo de Croacia. Yo le contesté rápidamente que del país de las ranas. Tardó en pillar el chiste, no se lo esperaba, pero estuvo un rato riéndose sola. Quizá por eso me ha cogido cierta referencia, no lo sé. Otra forma de ganarte a los adolescentes: hacerlos reír en su terreno.

Salieron por la puerta nieta y abuela, dos generaciones muy diferentes: una sufrió una guerra atroz que nos recordó al nazismo y otra se enfrentará a un mundo completamente distinto al que hemos vivido estos sesenta años de democracia ceremonial liberal que ya han tocado a su fin. Quién sabe si ahora el nazismo vuelve. Iban abrazadas y las miraba marcharse. La niña me miró y me dijo en croata mi i dalje vidjeti, nos seguimos viendo según ella me contó y luego me tradujo Google porque sería incapaz de repetir lo que ella dijo. Yo le contesté en inglés y la abuela siguió hablando en este idioma. La mujer se expresaba mejor en él que en español y probablemente nos hubiéramos entendido desde el principio mejor así. Me fui a mis cosas pero he tenido todo el día estas imágenes en mi cabeza y tenía que plasmarlas.